miércoles, 12 de noviembre de 2008

Son las cinco de la mañana, la ventana está sobre mis pies reclamándome atención, intento hablar con ella, pedirle que me deje mirar un poco de la luna, que se ponga romántica y me dibuje en los pies con el color de la noche. Una comunión imposible, con la luna y con la noche, mi vigilia es mucho menos que la de un poeta o la de un borracho, mi vigilia es solo yo en el intento de reconciliar de nuevo el sueño, yo sola, encerrada en un cubo con una perforación en el techo para respirar.
El sueño empezó con la primera luz de la mañana, así me encontró la claridad escasa de los nortes: con una boca pegada a mi boca.
Pegajosa y fruncida, no me dejaba hablar, me arrebataba los dientes, me masticaba la lengua, gritaba de hambre, ordenaba un licor “spirituose”. Caprichosa, adherida a mi cara como una sanguijuela, se extendía a lo ancho en su intento de usurparme toda la cara, resistiendo a mí forcejeo desesperado con la consistencia de una gelatina. ¡Quítenmela! Grité varias veces, pero el aire me quedaba corto, y la lengua no respondía a mi voluntad. Hasta que las palabras me eran imposibles de mencionar, mi boca ya no era mía.
Desperté con los labios anestesiados, recordando ese olor nauseabundo del consultorio del dentista.

1 comentario:

C de Barcelona dijo...

Es fuerte la imagen de este sueño, lo de boca contra boca y paradójicamente la imposibilidad de hablar...